domingo, 7 de octubre de 2012

A su derecha está el padre

Había un tiempo en el que el máximo enemigo se encontraba detrás de un teléfono, pero sin embargo había que convertirse en la persona más valiente del mundo y enfrentarse al terror.
 Para esto tendremos que remontarnos a los últimos años de primaria, 5º y 6º aproximadamente, esos años en los que las niñas dejaban de ser bichos raros y empezaban a atraernos.

Estos cambios empezaban en la clase, cuando el azar (y la profesora) te ponía de compañera a alguna de las niñas y todas las miradas del resto de compañeros hacía que los dos nuevos vecinos de mesa estuvieran más rojos que la familia de Carrillo. Obviamente  la situación se normalizaba y daba paso a las charlas, las notitas y las pamplinas. Total, que al final la niña te acababa gustando. Y toda la clase lo sabía.

Con eso de que era tu compañera pues también era normal que fuese la persona en la que más confiabas para consultarle cualquier duda de la clase. A veces con "olvidar" la tarea tenías alguna excusa para llamar y hablar con ella. Pero claro, ahí se escondía el gran peligro de llamar y que lo cogiese su padre. Ahí te pasabas unos diez minutos delante del teléfono, recordando el número, rezando a todos los dioses que tu mente de 11 años conocía para que lo cogiese ella directamente, o si no su hermano, incluso su madre, pero no su padre. Incluso una de las opciones válidas era confundirse de número, porque el padre podía ser el tío más buena gente del mundo, pero era el padre de la niña que uno quería como novia, lo que le convertía en suegro potencial.
Al final decidías llamar y, cuando una voz grave contestaba al otro lado, se te cerraba la garganta y a duras penas conseguías preguntar por ella. Los pocos segundos que transcurrían desde que la llamaba porque estaba en su habitación hasta que llegaba a coger el teléfono se hacían eternos, escuchando la respiración de su padre como si se tratase de un depredador.

Pero ojo, el enemigo también estaba en casa, porque en aquel entonces empezábamos a entender el conflicto de clases, de las clases de padres que les gusta dejar en ridículo a su hijo. 
Así, cuando el ring del teléfono sonaba en tu casa, si no eras rápido para descolgar podía llegar tu padre y responder, entre otras pamplinas, que si estabas, y no te pasaba el teléfono, o que si te podías poner y preguntarle si quería algo más.
Al final conseguías el teléfono con tanto calor en la cara que estabas seguro que le llegaría a través del auricular.

Esto es lo que nos hacía valientes de chicos, enfrentarnos a gente mayor que nosotros y que encima tenía potestad sobre la niña que nos gustaba.

Y si, esta historia tiene nombres y apellidos.

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